El nivel de ansiedad que puede soportar el organismo humano con soltura y sin pagar el precio de efectos colaterales indeseables, es más limitado de lo que nuestra cultura, basada en la productividad, el deber, la ambición y la competencia, está dispuesta a admitir.
Hemos podido creer que podemos angustiarnos y podemos aguantarnos sin que la herramienta en la que consistimos se resienta. Esta ignorancia de nuestras limitaciones (el hecho de que funcionamos óptimamente sólo con cierto grado de bienestar) es lo que fundamentalmente nos lleva desoír las señales de malestar que nuestro cuerpo emite hasta que los efectos son tan exagerados (ataques de pánico, temblores, sudores, rubor, mareos, etc.) que ya es tarde para suprimirlos de cuajo con la mera voluntad.
El nivel desbordado del río de la ansiedad posee numerosos afluentes, y nuestra calidad de vida depende de la sabiduría que tengamos al atajar los distintos canales desde los que fluye la ansiedad.
Unos recursos los utilizamos para rebajar el estado general o línea base que tenemos por término medio (por ejemplo, en el último mes). Otras técnicas entran dentro de lo que podríamos llamar control-emocional.
El ejercicio adecuado nos ayuda a una tonificación muscular, evitando tanto la rigidez como el exceso de activación del sistema nervioso, propiciando un sano cansancio que favorece el sueño reparador y calma el exceso de cavilaciones y rumiaciones.
Si nuestro estado físico es lamentable (tenemos síntomas como mareos, vértigos, nauseas) y no podemos tolerar un ejercicio intenso, se puede optar por repartirlo en fragmentos pequeños a lo largo de día y partir de un ritmo muy suave hasta ganar un bienestar suficiente para abordar esfuerzos de mayor enjundia.
Es preferible practicar un deporte lúdico que nos guste o hayamos disfrutado de él en el pasado, ya que de paso nos proporcionará mayor satisfacción que la gimnasia fría y pesada.
El sobre esfuerzo que entraña una vida desordenada tiene un peso por sí mismo como factor estresante en el resultado global de una ansiedad excesiva.
No pocas personas se han acostumbrado a una alimentación caótica y unos horarios de sueño demasiado ajustados o irregulares. Mientras su lozanía y fuerzas sobradas lo permiten, perece al principio no tener consecuencias negativas (por cierto, es el mismo argumento que lleva a empezar a fumar, porque parece, en los primeros años, que el hábito no presenta ningún daño o molestia de las que se quejan los fumadores veteranos). Pero al pasar el tiempo la vida desordenada nos pasa factura por los excesos cometidos o simplemente nuestro cuerpo claudica y se derrumba al verse impedido de proseguir el ritmo desenfrenado y caótico de nuestra vida.
Regular el sueño, de forma que sea suficiente y que el cuerpo encuentre un alivio y ahorro de energías al poderse adaptar a una rutina sistemática, puede ayudar a disminuir la tensión. Los biorritmos se ajustarán como un guante a unos horarios razonables.
Una alimentación variada y frugal favorece el control de muchos síntomas gástricos que acompañan al estado de ansiedad (diarreas, estreñimiento, gases, molestias estomacales, etc.). Muchas personas detectan su grado de angustia por las sensaciones que les produce en el estómago, otras por las sensaciones de mareo por la mañana: a unas y otras no les conviene complicarse con una alimentación inadecuada.
Un grado elevado de ansiedad influye para que el momento de conciliar el sueño sea más dificultoso porque aparecen en la mente ráfagas de pensamientos que nos desvelan o bien nos dedicamos en el momento que nos tocaría descansar a torturarnos con pesados exámenes de conciencia y arduos preparativos para el día siguiente. El resultado es que robamos tiempo al sueño porque nuestro estado es demasiado frágil como para soportar estas provocaciones.
Sería aconsejable que mientras no podamos recuperar la capacidad de dormirnos rápido nos ayudemos a nosotros mismos eligiendo un momento distinto para las reflexiones y la planificación del día la dejemos para la mañana siguiente. A cambio nos relajaremos pensando cosas agradables o leyendo un artículo de esos que inducen a dormirse. Si estamos más de 15' removiéndonos entre las sábanas sin poder dormir, en vez de hacernos mala sangre, es preferible levantarse y seguir leyendo el pesado artículo o viendo un programa aburrido de televisión hasta que notemos que los párpados nos pesan y entonces volvamos a la cama.
La persona ansiosa puede torturarse con facilidad por el hecho de que si le cuesta dormirse tendrá dificultades para estar despejada al día siguiente y se atormenta ante la idea de que se aproxima la hora del despertar. Es mejor en esta circunstancia considerar que si uno tiene que dormir unas pocas horas es mejor aceptarlo que no por culpa de empeñarse, protestar o quejarse dormir todavía menos. Ni su estado el día siguiente será tan lamentable ni cabe pensar -a no ser que se obsesione con que el proceso se repita fatídicamente- que en los días posteriores su propio organismo luchará por recuperarse.
La misma anticipación o temor de que igual no podemos dormir bien puede causar que durmamos mal (del mismo modo que el temor a que nos asalte un navajero en un callejón oscuro produce que no paseemos tranquilos por ese lugar). Hay que recordar dormirse es algo pasivo, no algo que hagamos poniendo mucho esfuerzo de voluntad y que provoquemos con el látigo de la frase “¡tengo que dormir!'', por consiguiente el método para conseguir que venga el sueño, sin que se asuste viendo el panorama de cómo lo esperamos, es no hacer nada, ni siquiera pensar en ello, simplemente viviendo bien el día (para que el desasosiego no nos pida consuelos de última hora), y acabar bien la noche con actividades neutras (ni demasiado emocionantes ni demasiado desagradables).
Ante una situación de estrés se impone una cierta rebaja de nuestras aspiraciones. No podemos forzar la marcha para que quepan más cosas en el mismo periodo de tiempo, y hay que seleccionar con criterios de relevancia, intentando delegar o aplazar el resto.
Aunque logremos disminuir la cantidad podemos estar tan acelerados que vayamos con la mismas prisas y celeridad de cuando nos afanábamos, dejando huecos de repentina inactividad como quien devora en un visto y no visto el alimento que hay en el plato y se pasa el resto de la comida nervioso esperando a que los demás acaben.
Desacelerar significa lentificar todos nuestros movimientos forzando una “velocidad de paseo'', apostando por regodearnos con la perfección y pulimento de lo que llevamos entre manos (por ejemplo, escribir con muy buena letra, seleccionar las palabras, ampliar las frases entrando en detalles y consideraciones, repasar los trabajos o introducir pequeñas mejoras creativas).
El momento para desacelerar no es cuando estamos a punto de atropellarnos con nuestra propia prisa, sino el inicio del día. Es importante comenzar la jornada con un margen de tiempo, hacer de las rutinas de higiene y desayuno el momento más entretenido y agradable, unas minivacaciones con las cuales inducir a nuestro sistema nervioso un pulso sereno desde el que abordar las actividades y así adquirir el punto de vista del que acepta las cosas como vienen, dando la mejor respuesta que conoce y no desde el que es víctima desquiciada del desorden natural de las cosas.
Tan importante como los que nos espera cuando lleguemos es que nos llegue sin que lo esperemos de forma expectante y descoyuntada. Especialmente decisivo para el logro de la desaceleración es la forma de viajar, trasladarse y esperar. Son en esos tránsitos en los que se puede evitar el mal posterior, y por lo tanto es muy aconsejable el arte de distraerse y regodearse con pensamientos y ocupaciones placenteros en esos aparentemente despreciables momentos de paso.
Las sensaciones de vacío hay que llenarlas con algo que nos ayude a no agonizar frente a esa fisura insoportable, atendiendo con esmero a lo que nos rodea observando bien donde estoy, como es la persona con la que estoy, jugando a crear algo divertido, entretenido y relajado para ofrecer goce al tiempo que pasa y que así transcurrir se convierta en un vivir.
La sabiduría y astucia a la hora de planificar nuestras actividades es otra herramienta muy conveniente para rebajar tensiones, sabiendo intercalar descansos oportunos para aliviar el crecimiento de la ansiedad o cambiando el tipo de tarea a una más suave o llevadera, hasta recuperar el buen talante y afrontar la dureza del día con energías siempre sobradas en vez de desfallecidas.
Si hay una lista de tareas pendientes que parecen estar martilleando con su insistencia agobiante su naturaleza pedigüeña de cosas inconclusas -y por consiguiente inciertas- que exigen y recuerdan su existencia, (¡como si pudiéramos acaso olvidarnos de ellas!), conviene hacer una "parada técnica" para reflexionar y situarlas en el mapa del tiempo de nuestros propósitos, dándoles una migaja de tiempo para calmar su exigencia, bien repasando mentalmente lo que haremos, bien reformando algún plan que necesita retoques (porque cuando se planifica no se pueden prever con exactitud todas las dificultades reales), bien reconociendo que alguna cosas habrá que resolverlas en mejor ocasión o incluso darlas por imposibles.
Cuando cada una de las tareas que nos agobian han recibido una respuesta racional dejan de perseguirnos irracionalmente. Después de la "parada técnica" conviene hacer una respiración honda, desconectar la actividad planificadora y concentrarse de una forma especialmente contundente en la decisión primera (contra más nos agarremos a flotador de la acción, menos nos ahogaremos en el pantano de las disquisiciones ansiosas).
No debemos olvidar que al cabo del día conviene dar satisfacción a distintas necesidades. No descuidarlas es una forma de armonizarnos, dedicando algún tiempo y repartiendo sabiamente nuestros recursos con los amigos, nuestras lecturas, músicas y placeres personales, y procurando un grado de contacto afectivo.
Por lo general, con un poco de astucia, podemos sacar unos minutos para dedicar a estos menesteres parte de los afanes, e incluso podemos -si realmente hemos de soportar situaciones laborales muy adversas- aprovechar ciertas circunstancias para experimentar ciertos placeres, por ejemplo, al bromear con un cliente que nos inspira confianza damos un toque lúdico y humano a nuestras relaciones, y con ello calmamos nuestra necesidad de contacto humano. Hacer que nuestras conversaciones sean agradables e interesantes, realizar reuniones en lugares más informales, estimular la creatividad, aprovechar los espacios muertos y los desplazamientos, son otros ejemplos de ocasiones para "matar dos pájaros de un tiro".
Siendo los distintos yoes que somos, repasamos y fortalecemos el esqueleto y la trama que nos aguanta.
Si los síntomas de la ansiedad o las consecuencias que reporta en trastornos psicosomáticos (aquellos en los que el estrés es un factor de riesgo, desencadenante o agravante) son demasiado desagradables o incapacitantes, podemos recurrir a una ayuda farmacológica.
Los sedantes y ansiolíticos pueden ser de gran ayuda, sobre todo si les damos un papel modesto de apoyo, poniendo nuestro interés y firme propósito de cambiar malos hábitos, suprimir las causas que producen ansiedad y aprender a mejorar nuestro control emocional.
Es insuficiente y peligroso considerar los tranquilizantes como una droga que nos da un alivio para seguir haciendo lo mismo que estábamos haciendo, pero sin consecuencias desagradables (algo así como si alguien pidiera al médico una medicina para el dolor de estómago para poder seguir dándose atracones a su antojo).
Los ejercicios de relajación, respiración y yoga son tan poderosos como un fármaco, aunque algo más trabajosos. Puede resultar una buena inversión aprender estas técnicas por que no sólo serán útiles para afrontar el momento actual, sino que nos ayudarán a cuidarnos ante los agobios que nos depare el futuro.
Las actividades manuales son muy convenientes para las personas que tienen angustias y preocupaciones intelectuales. Las aficiones artísticas y de bricolaje nos hacen entrar en contacto con los objetos sencillos y nos dulcifican, haciendo que hundamos nuestras raíces en la realidad. El disfrutar de la naturaleza tiene similar efecto benéfico.
Las personas cuyo estrés tiene un origen físico (trajín imparable, niños revoloteando, esfuerzos físicos intensos, operaciones mecánicas embrutecedoras, etc.) les interesa más bien lo contrario, dejar aparcado el cuerpo y hacer trabajar el espíritu con cosas que estimulen la inteligencia (no que aturdan, como por ejemplo estirarse en el sofá y ver televisión durante horas), como podría ser una actividad de aprendizaje (idiomas, ordenadores, cursillo) o una actividad asociativa (apa, vecinal, ONG, etc.) o lúdica.
Si se dispone de una pareja conviene dedicarle atención y usarla, ya que la tenemos, procurando cultivar la atracción mutua. Las relaciones sexuales satisfactorias (evitando que resulten exigentes, compulsivas o rutinarias) tienen un efecto muy beneficioso para espantar tensiones acumuladas. Puede ser un buen momento para mejorar la comunicación y el arte de amar.
Aumentar la vida social, vincularse, participar en las conversaciones, reuniones informales y cultivar la amistad, son ideas positivas y loables por sí mismas y no deben dejarse de lado pensando que el “retiro'' y el aislamiento nos tranquilizarán más (la idea del balneario en una montaña perdida).
Efectivamente existe una forma de relajación que es simplificar (tumbarse, no ver a nadie, no hacer nada, aturdirse con cosas que no nos compliquen la vida) y existe otra forma de relajación que proviene de la satisfacción y del ánimo, de habernos molestado en hacer algo con cierta calidad, habiéndonos interesado por los demás y por el mundo externo (la idea de que el mundo que nos rodea es un balneario).
Particularmente conviene calmarse mediante el vínculo con lo afectivo, con el contacto vitalizador con las personas a nuestro alrededor, desde el vecino hasta nuestra pareja o familia.