Se asevera en términos de estrategia que un paso para vencer al enemigo es conocerlo. Aunque que nuestro enemigo no tiene que ser necesariamente la angustia como tal (ya que no deja de ser una emoción normal y necesaria), sí que nos plantearemos evitar un exceso perjudicial e innecesario de malestar, conociendo de qué forma y porqué razones se dispara su presencia, que pensamientos, sentimientos y sensaciones físicas han surgido en la situación generadora.
Un procedimiento consiste en llevar un Diario de Angustias, en el que anotemos cualquier pico de ansiedad significativo, tratando de averiguar qué circunstancia concreta lo ha provocado, porqué razón, experimentando qué sensaciones y qué hemos elaborado en tal circunstancia. Si no localizamos hechos concretos desencadenantes de la angustia, sustituiremos los estímulos por una lista de hipótesis que respondan a las preguntas “¿Qué cosas de las que me suceden últimamente podrían estar influyendo?'', ¿Cuáles son las inquietudes que acuden a mi mente?''.
Vemos que hay dos clases de maneras de presentarse la angustia:
En este supuesto tendremos que hacer constar la clase de incidente, ya que podemos ser muy susceptibles a un cierto tipo de cosas como recibir una contestación airada, el que se nos preste poca atención, el caso de que esperásemos ayuda y no nos la den, el resultar agriamente criticados, no ser tratados con suficiente delicadeza, no nos dicen la frase que queríamos exactamente oír, nos comunican una noticia frustrante, etc.
Una buena colección de hechos disparadores nos da un buen perfil de nuestros puntos débiles más sensibles a la respuesta ansiosa. Esta información agudizará la necesidad de averiguar cómo hacen las demás personas para manejar con soltura ese tipo de situaciones.
No tiene menor importancia aclarar el tipo de reacciones que hemos tenido: si nos hemos obsesionado con el incidente (a modo de martillo machacando nuestra mente una y otra vez), si nos hemos sentido desgraciados, desvalidos, injustamente tratados, escandalizados, si nos hemos abandonado a la tristeza y al duelo, dejando de hacer aquellas cosas que nos harían olvidar el momento desagradable...
Las emociones disfóricas como la angustia, la ira o la tristeza son muy magnéticas y tienden a pegarse de sí mismas y desatender cualquier posibilidad de cambio, como si una vez dentro de nosotros quisieran aumentar de intensidad y extensión.
Estas formas de responder plantean también la necesidad de mejorar numerosos aspectos de control emocional, tales como acortar la reacción desagradable, minimizarla, elaborarla y digerirla, encontrar alternativas de acción oportunas, y a ser posible todo ello acompañado de un esfuerzo de comprensión de nuestras claves más significativas de reacción emocional.
En ocasiones la persona sufridora padece de exceso de pasividad porque está muy centrada en constatar lo mal que se encuentra, lo injusto que es, lo que debería ser, etc., pero en realidad no actúa, sólo constata, remarca su propia sensibilidad herida. El vividor no gasta demasiado tiempo en sentirse mal sin que rápidamente esté preguntándose “¿Y ahora cómo podría arreglar esto?'” o “¿Qué podría hacer para sentirme bien de nuevo?'' o “¿Qué haré la próxima vez para tener mejores resultados?”...
Las personas ansiosas tienen con harta frecuencia una visión peculiar sobre lo que son problemas que les acarrea un enorme desasosiego. Esta visión consistiría en suponer que un problema nunca debería existir, y que si por lo tanto ocurre es una catástrofe, algún culpable ha fallado o ha dado un mal paso imperdonable. Partimos de la idea de que el curso de la vida social es imprescindible que sea ordenado y perfecto y que si todos cumpliéramos con nuestro deber nunca habría desbarajustes.
¿Pero ese ideal ha existido alguna vez?, ¿o más bien lo podríamos contemplar como paraíso que nunca ha existido mas que en las fábulas bien intencionadas? A veces confundimos la protección cálida y armónica de las vivencias infantiles con el mundo económico, histórico y social en continuo devenir caótico.
En contraste con los ideales de perfección -que parecen estar más pensados en hacernos sufrir y enemistarnos con la humanidad-, podríamos considerar los problemas exactamente como lo que son: un error o situación no prevista ante la cual no sabemos todavía cual es la mejor manera de responder.
Orientarnos hacia la solución de problemas requiere un método intelectual práctico mediante el cual nos hacemos las preguntas adecuadas tales como:
qué supuestos que estamos teniendo deben ser reformulados
cómo podemos mejorar las garantías de eficacia
qué situaciones, actores y motivaciones han cambiado
Es necesario que el incidente lo situemos en un sistema más amplio sobre el cual podremos entender su significado (de forma similar a como una palabra concreta su sentido en una frase, pronunciada en un contexto). Una cosa es lo que sucede, por ejemplo, supongamos que mi pareja está siendo menos atenta conmigo, y otra cosa es el momento en el que enmarcar el hecho, siguiendo con nuestras suposiciones: tener un hijo ha cambiado el modo de relacionarnos. O si eso no es suficiente podemos recordar cómo se construye el sistema de nuestros vínculos y así podríamos deducir: nuestros padres, que vienen mucho de visita, nos quitan también una intimidad que escasea. O aún más lejos: en la sociedad están instalándose cambios culturales en el modelo de comportamiento hombre-mujer y mi pareja me está tomando la delantera.
Buscar los porqués y las respuestas se puede hacer siguiendo una flecha que nos haga subir a una montaña más alta desde la cual contemplar el conjunto, lo que nos hará más sabios, entresacaremos la moraleja adecuada y nos capacitará a dar respuestas eficaces (unas que no son efímeras, que evitan la repetición constante de los mismos incidentes, que nos hacen ganar una cosa nueva mejor que lo que perdamos).
Por el contrario, cuando no vemos más allá de nuestras narices y nos concentramos exclusivamente en lo que va mal, acabamos encontrando una respuesta muy peligrosa: el mal es la persona, y esa persona se convierte en algo odiable y que hay que anular y suprimir (matado el perro eliminada la rabia). Esto, por lo general, crea una escalada de ofensas que hay quede volver con creces, resistencia pasiva, boicot silencioso y otra serie de conductas corrosivas y venenosas.
En comparación con este último derrotero la solución inteligente de problemas es mucho menos dura y costosa emocionalmente. De hecho proporciona mucha más paz y alegría, comparativamente al rencor, tristeza y angustia que acarrea la otra postura.
¿Qué placer me puedo permitir sin que se convierta en un abuso perjudicial? ¿Cuánto sacrificio puedo tolerar sin que el precio sea mayor que el beneficio que saco con él?
Esto son preguntas de matiz, de puntería, porque a veces las cosas no son (a) o (b), blancas o negras, no son dicotómicas, sino que tienen una escala graduada de matices.
Cada uno debe poner marcas exactas a sus posibles. Por ejemplo, estoy bien si duermo 7h 30', estoy mal si bebo más de 2 cervezas, me relaja caminar 45 minutos, me estresa caminar 2 horas; 2000 calorías las necesito para estar en forma, 200 me crean problemas fisiológicos, 8000 me engordan. ¿Cuánto puedo pelearme al cabo del día por injusticias que padezco? ¿2 peleas es mi máximo sin que me quede transpuesto? ¿Cuánto puedo preocuparme por el futuro sin que mi presente se agobie por culpa de las incertidumbres de futuro que contemplo?
Nuestro autoconocimiento contendrá la curiosa paradoja de que desconozcamos cosas de nosotros que ciertamente somos, por otro lado, los mejor conocidos para nosotros mismos. A pesar de creernos limpios y transparentes ante nuestra mirada inspectora se pueden estar ocultando nuestros vicios más recalcitrantes, provocando con ello una extrema indulgencia y llevar a cabo con total impunidad toda suerte de autoengaños.
Podemos estar convencidos que si demoramos una cosa molesta que en cambio tendría como momento óptimo de realización precisamente el instante que intentamos eludir, para realizarla después (procrastinación) somos flexibles y razonables. A. Elster, en su estudio sobre racionalidad de la irracionalidad “Ulises y las sirenas'' comenta un ejemplo de 'razonable' despilfarrador: una persona posee una cantidad de dinero y decide un primer año gastar la mitad, pero ser sensato guardando la otra media. Como esta conducta le ha parecido razonable, el próximo año la utiliza para dividir la mitad que le ha quedado, y así dilapida 'muy equilibradamente' su capital en pocos años. En este ejemplo vemos como un esquema de comportamiento aparentemente sensato disimula el insensato con su piel de cordero.
La conducta compulsiva se establece como una respuesta a la tensión y tiene dos importantes formas de manifestación:
Si dudo de haber dejado la puerta de la calle cerrada con llave, eso me produce una tensión interna que se puede anular si me molesto a volver a subir a comprobar que la puerta esté cerrada. Ceder a una duda más allá de lo sensato y razonable tiene la virtud de trasformar a la duda en algo insaciable, ya que la sed o materia de la que se ocupa el dudar nunca se sacia con el agua dulce de la comprobación (en realidad se sacia con la gota amarga de la abstención).
Contra más sacrificios inútiles haga para ganar una seguridad total menos experimento la seguridad que proviene de estar realmente seguro por que me fío de mí mismo, y más dependo de un ritual tranquilizador que en vez de dar lo que promete corroe y mina más aún mi seguridad autónoma e independiente.
Para estar seguros de sumar bien, de conducir bien, de hablar bien, lejos de depender de actos compulsivos de control, debo aprender a confiar en mi-mismo/a, ensayando lo imprescindible, atreviéndonos a errar, aprendiendo a ser benevolentes y prácticos con nuevas equivocaciones.
La compulsión consiste, más que en una adecuada resolución de lo que la produce, en un desvío hacia otra cosa que nos distrae, que nos da placer o simplemente otra preocupación distinta.
La comida es un salva-angustias muy utilizado. Comer es agradable, nos procure la sensación relajante de estar saciados y tranquilos. El sopor de una digestión contiene tórpidas brumas en las cuales nuestras preocupaciones parecen ocultarse por momentos. Algunos alimentos que contienen azúcares, abundancia de hidratos de carbono (dulces, pastas, por ejemplo) tienen una inmediata virtud de desvío de atención. Los sentidos no pueden dejar de estar concentrados en los estímulos gustativos dando más cuerpo que alma atormentada. También el placer sexual puede tener esta utilidad de olvido-por-el-cuerpo y convertirse en una conducta compulsiva.
La naturaleza recompensadora del placer tan instintivo del comer puede ser utilizada fácilmente para dulcificar lo amargo. Damos dulces a los niños más que para premiarlos por merecimiento como una forma de complacencia en verlos golosos y agradecidos, evitar la tristeza de una decepción, conquistar su afecto o desviar el ser reprochados u odiados por ellos.
No es infrecuente en la crianza infantil que la hora de comer sea una guerra, porque el niño no come la cantidad o calidad que pretendemos, lo hace de forma tan lenta que nos obliga a presionarlos, haciendo con ello que vaya todavía más lento y le divierta nuestro desespero de ver que se enfría la comida y que se nos acumulan las tareas pendientes.
La hora de comer puede tener unos contenidos que se asocian, como el placer de charlar tan querido a los humanos, pero también su reverso, el afán de discutir y hacernos reproches comiendo o mostrarnos hostilidad, tensión y frialdad (haciendo que la comida se atragante).
También podemos inducir en los niños una serie de sentimientos que pervierten el placer de comer como cuando nos avergüenzan de lo glotones, cerdos, asquerosos, maleducados, impresentables, etc. que somos, y cuyo eco se da con frecuencia en los sentimientos que surgen en la conducta bulímica, en la que la persona come para calmarse y ello le hace sentir culpabilidad, repugnancia, vergüenza, con lo que se genera una nueva ansiedad peor que la que se trataba de calmar y que de nuevo pide a gritos ser reparada con el pastel envenenado que la produce.
Si ya desde niños comemos más porque nuestros padres se angustien menos de sus ansiedades cuidadoras, no es de extrañar que de adultos comamos para des-angustiarnos y como una forma elemental de cuidarnos.
Hay un buen número de fuertes impulsos y sensaciones que tienen esa misma componente de hacer olvidar, la cualidad de tinta negra que tapa la blanca angustia, como por ejemplo comprar.
El comprar es emocionante porque incorporamos algo nuevo a nuestras posesiones, nos alegramos con esa nueva extensión del Yo a través de la cosa que tenemos, con ese crecimiento que vuelve pequeño el estado anterior de cosas y que nos hace sentir, al menos provisionalmente, como menos disminuidos.
La función de la compra puede tener añadidos especiales si además de ser consumo privado es medalla pública que los demás admiran y envidian, por la cual seremos mejor aceptados.
No cabe despreciar la fruición que produce la fantasía de ser envidiados. El estar en los ojos de los otros, que se alegren o les hagamos sufrir, ese personaje que imaginamos viéndonos pasear es un buen personaje para identificarse como película interesante que nos contamos.
La compra nos enajena por momentos en la mercancía que adquirimos, como si nuestro Yo se posara en ella otorgándole una vida reluciente, traspasadora ilusoria de preocupaciones y estados lamentables de pobreza anterior.
La compra proyecta nuestros deseos un poco más allá, aumentando nuestra capacidad de éxito. Si nos vemos con ropa nueva podemos sentir como si fuésemos más atractivos, como si tuviésemos mayor poder de seducción.
Si adquirimos un artilugio audiovisual, deportivo, útil del hogar, etc. también ello nos hace adivinar escenas de intensa satisfacción que nos prometemos. Experimentamos el goce “como si'' ya gozásemos, sin el trabajo de gozar, sólo con el fácil recurso -tan hiper-simplificado hoy en día gracias a la tarjeta de crédito- de comprar en un santiamén, incluso con una llamada de teléfono o con un click del ratón en una tienda virtual
El impulso a robar un objeto, muchas veces carente de especial utilidad y que incluso se puede tirar a la basura una vez pertrechado el hurto, es provocado preponderadamente por la emoción intensa que proporciona el riesgo. La intensidad emocional está alimentada tanto por salirse airosos como por la posibilidad de ser vistos.
Muchos cleptómanos comenzaron a realizar pequeños robos y sisas en su infancia, como una forma de expresar carencias de afecto (sustituyendo pasiones por posesiones). Aunque los niños estén mimados y bien atendidos, el contacto emocional verdadero puede faltar más de lo que parece a primera vista, porque los padres se fijan en la superficie del hecho de tener un hijo (tenerlo muy bien vestido y agasajado) pero en realidad esas floridas atenciones disimulan una falta de contacto emocional, verdadera intimidad y confianza. Se produce un bloqueo del tipo “sin-ti pero-contigo'': ni el niño tiene aparentemente motivo de quejarse (y de hecho sus sentimientos de rechazo e ira los entiende como una maldad incomprensible que le vuelve indigno de la bondad de los padres) ni tampoco logra querer limpiamente a quienes ensuciaría con sus aspiraciones impostoras.
Aprende pronto a fingir, a poner sonrisa angelical mientras que su perversión aumenta en forma proporcional al éxito del disimulo. Un robo delataría su verdadero ser aquejado del virus de la insatisfacción, pero su capacidad de simulación es tan consumada que prácticamente nunca le cogen. Parece que más bien se ve recompensada su hazaña de robar, su papel teatrero de bueno por fuera, malo por dentro.
Las tensiones pueden dividirnos de igual manera -una vez adultos- en 'normales' cara a las demás personas, y 'torcidos' para el fuero interno. El impulso de coger un objeto de un amigo al que se visita, en un restaurante o en un supermercado, canaliza, expresa y conduce la angustia en este escenario de osadía y posibilidad abismal de ser reconocidos como ladronzuelos (con lo que provocaríamos el rechazo de todos que verían nuestra turbia realidad).
La emoción del robo en sí misma es tan fuerte que su vida palpitante devuelve por instantes un refugio para olvidarse de algo que nos tortura. Nos da un sentido, una fuerza vital de la que de otro modo careceríamos.
Aunque pronto lo vida nueva que se nos promete nos quita la poca anterior que teníamos, llenándonos con el fruto contaminado del objeto oculto bajo las ropas, en los armarios, en los bolsos, lugares turbios que son prueba de aquello que humilla (esta vergüenza diferencia al cleptómano del psicópata social que no tiene ningún escrúpulo en disfrutar de su botín).
Como hemos descubierto la eficacia de la emoción del hurto como forma de escapar del sufrimiento, la usamos cuando la angustia nos atenaza, pero no vemos que de esta forma nos volvemos secretamente indignos y ello nos obliga a simular ser dignos -siempre con el temor de ser descubiertos-sin que ese esfuerzo proporcione la misma recompensa que a los que, esforzándose mucho menos, tanto les aprovecha.
La conducta cleptómana tiene consecuencias en la autoestima y la capacidad de animación de la persona, creando una especie de abismo entre los demás seres del mundo, con verdaderas necesidades, verdaderos sentimientos, personas de primera, en suma, y el cleptómano, como carcomido por sus secretos, hecho de apariencias poco sólidas, y que en la medida que se ve atrapado en su propio círculo vicioso, va manchando todos sus rasgos positivos hasta verse a si mismo en la negrura de lo repugnante.
La cleptomanía actúa como un cáncer, que nace en nosotros, en nuestra propia carne, pero que al mismo tiempo va creciendo contra nosotros. Para curar este cáncer existe la medicina del reconocimiento del bien verdadero, de aquel que tal vez no nos dieron cuando decían que nos lo daban, de aquel que realmente tuvimos cuando más bien nos alababan por otro que no nos interesaba o que no era nuestro, del bien que podemos hacer siempre a los demás participando de su vida, la verdad luminosa del éxito en lo que más nos calma, (en contraste a prohibirnos el contacto pensando en que conocidos seríamos rechazables), verdadera intimidad, verdadera comunicación y el placer de estar dentro de la ley común -ser uno mismo/a aceptable.
El trabajo cansa y la productividad disminuye más allá de ciertos límites dados por la naturaleza de las tareas y la capacidad que tenemos para ejecutarlas.
Dolerse más, agotarse hasta límites de embotamiento, monopolizar la mente con las importantes y sagradas cuestiones profesionales, todo ello tiene un matiz de bálsamo producido por la medicina del deber muy bien cumplido.
Cuantos desaires de pareja, dificultades con los roles de crianza de los hijos e insatisfacciones personales de todo tipo son aliviados pretextando un ineludible compromiso laboral que alarga tanto el horario laboral que suprime todo otro tiempo en el que se podría sufrir. No sólo pensamos en el trabajo fuera de la casa, también la profesión de 'sus labores' es susceptible de esta dinámica, como en el caso de la pasión por la limpieza perfecta de la casa, que devora todas las energías).
Es algo así como si en vez de huir en el espacio y apartarnos del lugar que nos produce problemas, lo que conseguimos volcándonos en el trabajo es demorar, apartar y dejar pendientes las cosas desagradables arropados por el pretexto de urgencias mayores.
La necesidad de huir por el trabajo (o el estudio, las personas que están en periodo de formación u oposiciones) podría llegar tan lejos que inventemos tareas, proyectos y problemas sólo con la secreta intención de que ello se convierta en una nueva costumbre de que lo excepcional y urgente sea sustituto de vida (con promesa de que el resto de la vida aparecerá cuando acabe la etapa excepcional, es decir, entonces ya será tarde o no sucederá nunca ese momento).
Matarse trabajando es una forma eficiente de suicidio, de anular la parte del Yo de la que proviene la angustia. Mientras que el cansancio aparece como noble muerte, en contraste la vida le parecería al adicto al trabajo una mala vida que vivirse.
Esta forma fugitiva de agotarse para huir, no trae paz, sino que complica la guerra. No por engañar a nuestras necesidades como seres humanos completos logramos que la angustia desaparezca, sino que más bien aumenta como el rumor de los motores de una ciudad atascada.
No querer pensar, como si el pensamiento que trae dolor fuera malo, es un error estratégico. Pensar, y mejor aún, expresar en palabras a una persona de confianza, escribir sobre los nos preocupa, es poner nuestra inteligencia en marcha para resolver las dificultades. Cabe considerar que hasta podríamos lograrlo y nos estaríamos perdiendo esa solución realmente satisfactoria.
Nuestro cerebro no puede vivir sólo de sí mismo, dándole vueltas una y otra vez a lo que contiene, repasando goces ya vividos, penando penurias ya sufridas, andando caminos ya recorridos, repasando deseos y realización de deseos ya habidos. Un místico aislamiento volcado uno con uno mismo no nos enriquece, sino que nos degrada, nos impide alimentar con realidad externa una realidad interna hecha sólo con los ladrillos de la representación, la foto desleída y el recuerdo borroso.
Las redes neuronales de nuestro cerebro necesitan de los estímulos externos para fijar, mantener su arquitectura y reforzar el conocimiento.
Los niños con pobreza de estímulos son menos avezados que los que han disfrutado de estímulos que han provocado en ellos retos con los que su mente se ha entrenado.
En el caso del adulto puede perder lo que ya tenía. Las habilidades que no se ejercitan se deterioran. Dejamos de caminar un mes y luego casinos hemos olvidado cómo se hacer para caminar. No hablamos con nadie durante un año y luego no sabemos qué decir, cómo se habla, cómo se expresan nuestros pensamientos (de hecho, personas que de niños eran dicharacheros de adultos se pueden transformar en inhibidos tras un largo periodo de silencioso retiro).
El aislamiento deprime, cambiando el mundo de las oportunidades por el mundo de las imposibilidades, por negras fantasías sustitutas que permitan nuestra parálisis e inhibición resignada (en vez de salir disparados como un sediento en el desierto en pos del oasis de cualquier persona que rompa la angustia de la soledad).
El hastío, el aburrimiento, la soledad no querida, suelen constituirse en vertidos muy poco ecológicos al lago de la ansiedad. Son situaciones de falta de Estimulación, de funcionamiento natural, y hasta tal punto dejarnos de ser como queremos que podemos tener sensaciones de extrañeza, de irrealidad y dudar de quienes somos realmente, no saber donde y porqué nos hemos perdido.
En el otro extremo tendríamos la sobre-estimulación, en la cual provocamos percepciones, elaboración de sensaciones, respuestas intelectuales o físicas en una cantidad que fuerza la capacidad del sistema nervioso.
El cerebro, hasta cierto punto, puede seleccionar unas formas y colocaren un fondo neutro estímulos menos relevantes, para que esta jerarquía nos permita dosificar nuestros recursos. Pero en el caso de la sobre-estimulación no hay concentración en un tema que llevamos entre manos, sino el deliberado y ambicioso propósito de ocuparnos del máximo número de cosas a la vez.
Forzamos nuestras capacidades porque tenemos los mecanismos de explotar un alto rendimiento en una situación de emergencia, en la cual el organismo se activa de una forma extraordinaria para poder hacer frente a una situación que lo requiere. Nadie nos impide abusar de nuestro poder si queremos rendir más. Algunas drogas tales como las anfetaminas, la cocaína, etc. también aumentan artificialmente la amplitud de eficacia.
El deseo espiritual de rendir usando de su poder no tendría mayor inconveniente si los humanos fuésemos ángeles o dioses en vez de seres biológicos. Nuestras posibilidades para estar ultra-creativos, brillantes e inspirados es muy relativa, requiriendo esta mediocre situación una adecuada gestión de energías y del saber conformarnos, saber subir y bajar apaciblemente como si viajásemos en una ola marina.
La sobre-estimulación tiende a traspasar un umbral temporal de resistencia y agotamiento, que se desprecia y desoye. En vez de parar, seguimos un poco más allá, arrastrados por la pasión contra la ansiedad, tapando una cosa por otra.
De esta forma una emocionante conversación en un chat o en una línea 906 se impone a la necesidad de descanso, a la molestia de un nerviosismo palpitante y al crecimiento galopante de la factura telefónica.
Internet nos inunda con ilimitada información. Las páginas web pasan un tras otra buscando un poco más algo que se promete que está perdido en la inmensidad del tesoro que está tapado por la basura, la paja y el muro, las lianas retorcidas y plantas selváticas que nos confunden con sus chillones colores, y se nos impide el paso en el cada vez más complejo laberinto (de hecho, mientras buscamos la salida ya aumentado el número de puertas).
El adicto es consciente de que el tiempo pasa, la frustración aumenta, el sueño se desvanece, se debería parar, pero la esperanza se impone a todo: ya estamos en fase compulsiva. La compulsión nos está engañando no tanto porque nuestro deseo actual no se llevase con alegría -que eso sí- sino la estafa es al resto de deseos que se desprecian olvidándose uno de los 'unos' de que se compone.
Internet promete iluminado poder de conocimiento, de inagotable fruición, de libertad esópica en la que podemos mirarlo todo, de vanguardia reluciente que nos hace estar 'a la última', es decir, nos permite ser los primeros.
En la medida que promete mucho, nos justifica, y aparentemente somos razonables sin saber que la razón aparente es una máscara tras la cual se oculta la huida hacia adelante.
La angustia que experimentamos en un aparte de nosotros mismos puede olvidarse buscando en otra parte, y esa parte puede ser un dolor para dolernos de otra cosa, pero también un placer que sacia otra cosa que la que necesitaríamos calmar.
El placer de la fiesta es que nos permite olvidarnos de las preocupaciones diarias y encontrar alivio frente a los penosos compromisos, recuperar fuerzas y volver renovados por haber dado turno a otro ser que no somos en la vida diaria.
Nos vamos para regresar, pero nadie nos impide aturdirnos en el ruido, la feria, el constante carnaval que nos permita olvidar que teníamos que regresar, de forma que el ensueño reparador parezca un segundo siendo demasiado.
El natural componente lúdico y festivo, el desorden que todos necesitamos para reordenar de nuevo nuestra vida puede desplazarse y ocupar un trono que todo lo todo lo tenga bajo ese punto de vista bromista, gracioso, burlón, aventurero y ruidoso, instalando en el espíritu la risa perpetua.
Se logra así que se despejen las brumas de toda preocupación, asunto serio y trascendente o pregunta molesta, pero ello no es precisamente gracias a un equilibrio granado con el pulso firme de un esfuerzo creativo, sino más bien impidiendo toda seriedad.
Lo serio abarca tanto la serenidad, el tranquilo goce de la reconciliación consigo mismo, la contemplación extasiada de la belleza, (hasta algunos juegos son 'serios', tales como el ajedrez) como también se extiende a los problemas sesudos, la pesadez antipática de las dificultades.
Desde luego es una tentación suprimir todo lo serio, todo lo truculento y desagradable e instalarse en la cueva tapando la entrada de cualquier luz cegadora con la piedra inflada de la alegría. Esta cueva se parecería mucho a un bar.
Este es un viejo mecanismo que desde el 'circo y fieras' de los romanos, el 'fútbol, toros y fiesta' de los mejores tecnólogos de la manipulación de masas, hasta la vida hecha espectáculo constante y cancerígeno (metáfora del espectáculo que se genera a partir del espectáculo de los que hacen espectáculo y así sucesivamente...).
El triunfo mediático de la vanidad evanescente, efectivamente logra persuadirnos de que una nada es mejor que otra nada. Se nos invita a ser felices sin felicidad, sino con la risa y la mueca con la cual se dice que se presenta, esto es, pura propaganda ficticia.
Dejarnos ir pasivamente ante el televisor viendo brillar espectáculos, bellezas, curiosidades, detalles morbosos, los famosos y sus dobles y los dobles doblados en una inacabable escalada de simulacro, es una forma de matar el tiempo de preocupación con una materia vacía que nos despreocupa pervirtiéndonos.
En ocasiones la noche es la hora del 'juicio final' y nos resistirnos a morir durmiendo cuando todavía no hemos vivido durante el día. Buscamos alargar las horas buscando un poco de felicidad que nos permita ser acunados por esa dulce sensación de bienestar, pero buscamos en el lugar equivocado (atracones de televisor, películas pornográficas, masturbación compulsiva, comida, los bares y lugares de perdición similares) en vez de calmarnos dando a nuestra necesidad de vida un poco de realización personal que nos reconcilie con nosotros mismos (esto es, hacer algo digno o útil).
Una fuerte emoción aturde, desorganiza el curso del pensamiento y se presenta como un certero disparo en el centro de la diana de la atención.
Si la emoción es de angustia, la necesidad urgente de escaparse es más importante que ocuparse de estudiar a qué apunta, qué se teme y desarrollar un curso operativo de acción. La razón es sencilla: el trabajo de sobreponerse exigiría aguantar un rato la angustia hasta hacerla desaparecer razonablemente, por consiguiente, optamos por una solución peor pero más rápida.
Podría pensarse que esas prisas en cuidarse están universalmente mal consideradas, de forma que ese fallo todo el mundo lo supiera y nos mirara con extrañeza delatora cada vez que nos vieran equivocar. Nada más lejos de la verdad: la tendencia de nuestra cultura, hoy por hoy, es predicar la prisa. La prisa es vista como una buena cosa, efectiva, quirúrgica, práctica, productiva, capaz y toda suerte de epítetos que connotan positividad. Así que nuestra propia sociedad es la que más nos tienta a preferir salidas por peteneras.
En estas circunstancias es cuanto otra emoción pueda presentarse para arroparnos y ser refugio cegador de una primera supuestamente peor. Es muy delicado en este sentido separar cuando hacemos algo por placer o por huir. ¿Cuantos cigarrillos de un fumador son fumados realmente con gusto, cuantas películas y programas de televisión vemos porque nos interesan realmente, cuantas monedas que hecha a la máquina el ludópata le dan realmente premio?, ¿cuantas compras realizamos en un gran almacén que no nos dan más culpa que el placer de adquirir lo necesario al menor coste?
Las pasiones compulsivas de un jugador, de un aficionado al riesgo sistemático o sencillamente el que complica un problema creando un nuevo problema, se pueden detectar por la función de que tienen las conductas compulsivas de estar ocupadas sin tiempo ni energías por otra cosa, con la misma fuerza que se enfrentaría a lo que se huye, pero volcada en otra dirección.
Imaginemos la imagen de un trabajador que tuviera que hacer una tarea difícil y urgente en una mañana y se dedicara a pulir sus herramientas preferidas, de forma que su pasión por tener todo arreglado le distrajera tanto que se diera cuenta de que la mañana había pasado y ya era tarde para realizar el trabajo que tenía que hacer.
Vemos que una característica principal de la emoción desviadora es dejar el problema original intacto y pendiente, exigiendo de una forma si cabe más imperativa que vayamos a salvarnos con lo que nos condena.
Llega un punto en el que dejar crecer ciertos impulsos les proporcionan un acceso privilegiado. Es como si le confiáramos la llama de nuestra casa a un ladrón, somo si diéramos un puesto en el Consejo con voz y voto a un directivo de la competencia.
A todas luces es contradictorio ser jugador ludópata y gastador prudente, comedor compulsivo y guardar la línea. Se hace casi imposible convivir con una contradicción que se ve. En cambio, una que fuera oratoria, engatusadora, aparente y disimulada parecería inocua, aunque contuviera la misma carga de veneno.
Estar dividido entre dos fuerzas iguales es muchísimo más lioso que otras dos que fueran desiguales y jerárquicamente una muy por encima de la otra. Por ejemplo, me puede molestar que me pisen el pie, pero el respeto humano que tengo hacia el prójimo hace que resuelva por “perdonar al pisador'' en vez de matar al culpable. Pero cuando tengo apetencia por comer, o el ludópata por jugar, no están obvio que el conflicto se resolviera por el lado de “renunciar al exceso de comida'' o dejar de probar suerte una vez más.
Esto, mirando en la frialdad reflexiva de una persona que padezca el descontrol será visto como algo que aún pareciéndole como irracional y contrario a su natural concepción de las cosas, se le impone a pesar de ello de una forma irresistible.
Esta situación es descripta como una en los que “falta la voluntad'' o equiparándola a una enfermedad (como cuando uno quiere estar sano pero los virus hacen caso omiso de nuestro deseo).
Pero en la enfermedad hay un agente infeccioso, un mal funcionamiento de un órgano. En cambio ¿qué es esa voluntad “falsa'' que mueve nuestra mano que coge comida, apuesta por un número o enciende un cigarrillo tras otro que se acaba de apagar? Parece ser que será “falsa'' o “poco razonable'' pero es de primera categoría. Es una voluntad perfectamente inteligente: por ejemplo, un ludópata es capaz de conseguir préstamos y dinero de una forma que era impensable cuando no lo era.
Es asombroso. No tenemos más remedio que admitir que esa voluntad-contrariase a creado a pesar nuestro, a nuestras espaldas, por nuestra propia guía, paso a paso, desde cuando empezó y era apenas una nadería anecdótica hasta ahora que aparentemente uno “no se puede resistir''.
Por el hecho de venir, permanecer y aumentar por nosotros y en nosotros, nos sentimos inevitablemente implicados en el asunto. Mucho más involucrados que en el caso de habernos contagiado por un descuido. La responsabilidad se vive, se reprocha y no se alivia el asco, la culpa y la vergüenza por mucho que se le convenza a la persona de estar enferma o estar poseída de una misteriosa fuerza alienante.
Es más. La culpa y la vergüenza contribuye más de lo que parece en reforzar las conductas adictiva. En fase 'on' el adicto ejerce su adicción, pero en fase 'off' se reprocha por haber estado en 'on'. El recuerdo de la experiencia reciente repugna al propio actor de forma que ni lo bueno aprovecha, porque se contempla con remordimiento, ni lo malo se olvida fácilmente.
La imagen propia se resquebraja por la constatación de las contradicciones después que se han manifestado (¡nunca antes de evitarlas!), y contra más amargura se produce más la adicción se ofrece rápidamente como alivio (¿Has comido más de la cuenta y estas arrepentido? ¡Come más para paliar el disgusto, total el mal ya está hecho!).
De hecho, el ofrecimiento de la adicción se vuelve un “salva todo tipo de situaciones'', especialmente las más desagradables. La lánguida caída en el impulso destructivo es un éxito de la seducción, de su saber estar siempre como un buen amante que sabe estar en el momento oportuno en el que la víctima flaqueado se presenta competencia. Es activado por todos los resortes que producen ansiedad, sea cual fuera su fuente, y finalmente, en el colmo de la perfección, cualquier placer que podría tentarnos para superar la ansiedad.
Es por esta incapacidad de la razón para ver lo que está oculto a la vista lo que suele favorecer las terapias de control de estímulos (no dar dinero al ludópata, no tener acceso a comida, sentir nauseas cuando se ingiere alcohol).
El éxito de estas estrategias es incompleto de cara al problema del auto control autosuficiente, para el cual será necesario saber de la astucia de los impulsos y de la capacidad de autoengaño. Y no sólo se trata de no tener conductas adictivas o conductas compulsivas y de desvío, sino sobre todo la persona ha de aprender en definitiva sistemas alternativos y más inocuos de resolver las ansiedades que su vivir conlleva.
La consciencia de de lo que somos y lo que quisiéramos ser, contiene una especie de contabilidad, experiencias vividas, listas de resultados, compendio de diagnósticos y evaluaciones que resumimos con una palabra que lo comprende todo: Yo.
En ese diario íntimo se anota cada novedad, cada pequeño rencor que nace, cada ilusión y estímulo interesante, cada íntima frustración, todo lo dicho y escuchado, y todos los secretos ni dichos ni oídos.
Lo sucedido ha de organizarse de una forma adecuada (por ejemplo, el quid para poder recuperar un dato es saberlo colocar en el cajón oportuno).
Pero desgraciadamente también están las heridas de la memoria (como muy bien expresa ese cuadro homónimo de René Magritte que presenta una cabeza blanca y marmórea, que en contraste está manchada con sangre), cuando lo que introducimos parece más bien contaminar lo que hay dentro, agujerea los cajones, ensombrece los colores de los hechos más luminosos. Corroe con su poder sulfúrico nuestras hermosas promesas de ser algo mejor, las esperanzas y motivaciones que deberían dar energía y empujarnos en nuestras alegres aspiraciones.
Aseguraba Heidegger que el origen de la angustia era la forma como el ser humano conocía la nada como lo que hay detrás y antes de las cosas que existen (tenemos muy interiorizado que provenimos de la nada y en nada acabamos, por lo que angustiarse sería salirse del 'algo' que hay en medio). Efectivamente, la muerte de un ser querido hace que nos sintamos un poco más vacíos de 'algo' que se ha trasformado en 'nada'. Pero esa experiencia agónica que la muerte expresa en su máxima potencia aniquiladora puede tener también ser emulada por otros productores de vacío.
La muerte de las ilusiones juveniles que teníamos por los derroteros plúmbeos que nos toca vivir (a los que la fortuna no acompaña) puede llegar a generar una imagen propia de fracasados, (aunque tal vez esas fantasías de éxito tenían mucho de inflado sentido de omnipotencia, sin estar acompañados de posibilidades reales).
Ayuda no poco el prejuicio social harto extendido de que el que no triunfa es porque no lo merece, no tiene cualidades personales o no ha sabido conducirse con astucia. En cambio, idealizamos a los que las cosas van bien pensando que son listos, correctos, maduros y se merecen todo por mérito propio.
El desamor, la sensación de no lograr ser lo suficientemente queridos, es también un sentimiento que parece acusarnos como si una voz interior dijera “¡por algo será!''. Tal vez no somos interesantes, dignos, ni merecedores. No somos grades, sino “poca cosa'', poco botín para los demás a los que más bien importunamos con nuestra molesta presencia. Nacemos siendo queridos y morimos parcialmente como si vivir y vivir con amor fueran la misma cosa.
En ocasiones se ha podido crear una excesiva dependencia del afecto de los demás, de forma que nunca tenemos bastante, siempre estamos sedientos, mendigando como pedigüeños migajas de afecto, degradándonos en la petición a niveles de angustiosa humillación, y siempre somos frustrados por no lograr ser el todo para los demás como fueran para nosotros como padres de generosidad incombustible. ¿No sería la solución conformarse con menos y buscar otro tipo de placeres para calmar nuestra sed de bienestar? En cambio, el dependiente a menudo se vuelve un sufridor empedernido buscando más de lo mismo, haciendo esfuerzos inmensos para convencer con sus favores, sus tiernas delicadezas, sus sutiles atenciones que sólo provocan las iras, el desprecio y el rechazo.
En ocasiones ni siquiera hemos sido queridos nunca, porque los que decían que nos amaban nos engañaban (es tan fácil mentir con la palabra y con el regalo sustituto), y nos traicionaban haciéndonos entrever que con un poco más de esfuerzo por nuestra parte acabaríamos provocando por fin el ansiado don del amor, siendo en realidad un siniestro engaño producido por los más próximos (como en la más pura tragedia de traidores shakespearianos).
Como ni siquiera sabemos lo que nos daña, no podemos tampoco desesperarnos de una vez y convencernos de que nuestras pretensiones son baldías e inútiles, lo cual podría liberarnos y hacernos buscar el afecto en otra parte. No, lo peor en esta situación es que seguimos esperando atrapados totalmente en el engaño, tiranizados por el cruel mentiroso que nos deja escapar (sin ti, pero contigo).
La violencia ejercida sobre nosotros también nos mata, aunque el cuerpo externo estuviera intacto. La barrera de la piel es sólo una barrera de imagen (lo que somos de “puertas para fuera'', pero no de experiencia vivida “puertas para adentro''). Por eso el daño hecho por el desprecio, la descalificación, la violación, la tortura, son invisibles llagas vivas que podemos ser totalmente incapaces-acostumbrados más a limpiar y curar lo externo- de sanar dentro de nosotros.
Todos los insultos recogidos desde pequeños (tonto, inútil, desastre, torpe, etc.) son calificaciones que nos hacen estar 'suspendidos'. Y como internamente suspendidos nos toca, como si fuésemos unos impostores, a dar el pego ante los demás de ser “uno más'' sabiendo que en realidad somos “uno menos''.
Los fracasos escolares son también como puñaladas a la inutilidad y posición esquiva en la que colocarse (a la cola) de los status sociales y aspiraciones profesionales. Como fuera que los planes de estudios priman la homogeneidad por encima de la diversidad de cualidades, sólo resultan excelentes más bien los mediocres que encajan perfectamente en el perfil de buen estudiante que nada se cuestiona, que a nadie incomoda, que no desvía sus energías u entusiasmos en otra cosa que ser una pieza en la maquinaria. La curiosidad, la inquietud, la vitalidad se convierten de esta forma indirecta en defectos de personalidad, trasformando al mal estudiante en vago, con la “cabeza llena de pájaros'', totalmente incapaz de domesticar sus impulsos, díscolo y un desagradecido causador de disgustos a las personas que más le aprecian y esperaban de él algo mejor.
Los compañeros de clase, los vecinos, primos, conocidos y allegados con los que el azar nos envuelve suponiendo que son el ambiente apto en que la planta de la amistad y valoración ha de crecer pueden más bien convertirse en planta carnívora y ambiente depredador.
La crueldad infantil, negro espejo en el que los niños se miran cuando no entregan su sonrisa Profiden a los adultos a los que manipulan con su carita de ángel y sus lloriqueos sentimentales, está tan extendida como la ceguera de los padres sobre la realidad de sus hijos. Los niños crean grupos mafiosos en los que se acepta y expulsa, se castiga y domina, se humilla y degrada implacablemente al que presenta una debilidad. Los niños, que a un no están completamente domesticados y socializados, pueden crear sociedades más salvajes de lo que se está dispuesto a reconocer. Puede que incluso de adultos seamos en parte ese niño que se complace en lo cruel, en las películas de psicópatas, el miedo retorcido, de enfrentamientos despiadadas y morbo insalubre.
Son desde luego lecciones difíciles de aprender para las almas más delicadas y sensibles, que en un mundo inmisericorde serían suprimidos de un plumazo, pero que entre los humanos, que hemos decidido apartarnos de las implacables leyes de la naturaleza, admitimos ahora benévolamente en sociedad, aunque nunca porque lo consideremos la parte noble, más digna y superior que deba imperar (más bien como una condescendencia que un rico se puede permitir, cosa que en los momentos realmente claves se puede perfectamente desvelar, como en los comportamientos en época de guerra, escasez, hambruna, catástrofe, etc. que nos vuelven otra vez fieras depredadoras).
Puesto que no estamos en una sociedad solidaria, aunque algunos detalles pudieran dar el pego, ni en una era del amor, la realidad es que el que no sabe dar fuertes codazos es apartado de la fila, hecho favorecido incluso por sus propios y nobles escrúpulos que le impiden reaccionar.
Y es de esta manera que un ambiente poco valorador de lo mejor que somos, y que más bien nos burla y castiga por ello, crea una personalidad apocada y angustiosa que no contempla a los demás con el placer de compartir el mundo, sino con el temor de estar constantemente expulsado de él en los trabajos, en el mercado del amor, en los circuitos de la amistad, en las palestras de la admiración. André Maurois intentó crear una ficción de “artícolas'' que vivían juntos -ellos los nobles y sabios- en una isla de felicidad perfecta. Pero como la isla es una ficción, se deduce que la felicidad es una isla utópica que consuela a los mejores cuya estima propia está dañada por no ser nunca mejores para los que realmente a su alrededor les podrían apreciar.
Estas sensaciones son trágico-cómicas: el sensible realmente vive frustrado y sufre mucho, pero también hace constantemente el ridículo, no se adapta a ninguna circunstancia social, no se le tiene en cuenta, lo pasa mal en las fiestas, no sabe hacer risotadas, es torpe cantando chistes, y lo que le interesa parece no tener predicamento en los demás. Está, pero está pasmado, esperando no se sabe qué que nunca llega.
Adler hablaba del complejo de inferioridad, Carl G. Jung hablaba de complejos como, de nudos que nos atan produciendo una trabazón interna que nos impidiera estar cómodos y sueltos porque ciertos movimientos estiran la cuerda e impiden ir más allá, retenidos. Ciertamente son formas de no podernos querer tanto por considerarnos menos que los demás, como porque interiorizamos o prevemos su rechazo, como porque supongamos que no lograremos interesarlos.
Estos complejos los hemos adquirido en algún momento de nuestra vida, quizá despreciados por nuestros padres, aparcados al aparecer un hermano menor, torturados por nuestros compañeros de clase o chocando que, contra el sistema escolar, teniendo sensibilidades y facultades que en nuestro ambiente son poco valoradas, o bien quizá han surgidos a raíz de determinado fracaso sentimental, malos tratos, ruina, enfermedad crónica o muerte. Como quiera que el Yo siempre es el Yo actual, lo decisivo es estar heridos ahora, aunque haya sido siempre así (es decir, que al que sufre no le consuela mucho el pensar que antes no sufría).
Nos vemos obligados a seleccionar entre la inmensidad de información que recogen nuestros receptores, cual nos parece importante y cual puede despreciarse (respuesta activa, selectiva de la percepción). No nos interesan de la misma forma las percepciones que resultan irrelevantes de las que son esenciales en un momento dado.
Para filtrar los estímulos el cerebro dispone de un sistema para hacer que estímulos de una parecida intensidad, pensemos por ejemplo en un ruido de fondo y una conversación que quiero escuchar, lleguen a la conciencia arreglados, esto es, la conversación en primer plano. Otro ejemplo podría ser que sea consciente de que estoy llevando una ligera hoja de papel en la mano, mientras que no me de cuenta de que llevo encima un kilo de ropa.
A la inversa, también podemos hacer propagación retroactiva de redes neuronales: hacer que determinado estímulo -habitualmente poco intenso- se pueda sentir con mayor intensidad de la que le tocaría de costumbre. Por ejemplo, hemos tocado el perro simpático, pero sucio, de un amigo, y al verlo de pronto rascarse pensamos “¿Y si tuviera chinches y yo las hubiera cogido al atusarle el pelo?''. Enviamos una señal de excepción -no funcionaría este sistema con otras señales que no fueran verdaderas señales de excepción, de forma que si no hubiéramos pensado que realmente el perro tenía chinches sería imposible- y entonces somos capaces se sentir en distintas zonas de la piel, de una forma anormalmente intensa, un picor que nos confunde más que nos aclara la duda que tenemos sobre si están los molestos bichitos o no.
El cerebro es capaz de activar una zona de la piel de una forma similar a como si fuera estimulada por el exterior (por una presión, roce, temperatura, etc.) con el fin de buscar de forma más precisa algo que se espera encontrar en la nube de puntos estimulados. Por un mecanismo similar, si presentamos una lámina de puntos (dibujo borroso) y preguntamos a la persona qué ve, no reconocerá nada; pero si le decimos que hay un pato, rápidamente lo encuentra, guiado por un patrón previo que impone a las señales difusas que entran en su campo visual. Sabe qué mirar, como podríamos decir del hipersensible que sabe qué sentir.
En el ejemplo anterior de los chinches, contra más preocupación, contra más alarma generamos debido a la incertidumbre de no saber si estamos infectados, más intenso y duradero se vuelve el picor, como si lo que picara ya no es un estímulo molesto sino estar molestos por nuestra propia inquietud.
De hecho, un grado de ansiedad elevado puede producir una incomodidad que puede no encontrar alivio: por ejemplo, estamos muy nerviosos, pero no nos podemos levantar de una silla, e incluso debemos simular compostura, entonces se produce un picor producido por la misma rigidez de la postura y el hecho de que no podemos realizar los movimientos que habitualmente hacemos para acomodarnos.
La incomodidad de no saberse libre de contaminación por consiguiente induce un cierto acartonamiento de la piel que se estudia, un dejarla rígida para que sea objeto de estudio -en vez de acomodarla, moverla de forma natural- lo que, añadido a lo que produce la misma expectativa de lo que tememos encontrar (miramos con parecido interés tanto lo que queremos como lo que tememos) resultan en un picor real, que está ahí, que observamos con la misma objetividad que si al tocar una barra de autobús público adquiriésemos instantáneamente una sarna, o al apoyarnos en una pared unas pulgas oportunistas hubieran cogido nuestra piel al asalto.
El picor es una clase de picor, es como si lo fuera producido por las causas que tememos de una forma demasiado parecida al caso real, y que por eso mismo nos hace dudar, y al hacernos vacilar suspendemos las sensaciones para estudiarlas. Hasta cierto punto tenemos la capacidad de hacer durar un poco más las sensaciones, hacer que tengan halo, como al relamernos, saborear con fruición, sentir el peso que del que nos hemos librado, un beso que dura, aun alucinado, después de que los labios se han separado.
No hay manera de zanjar este dilema hasta alcanzar el punto en el que actuemos de forma relajada. Sólo entonces, al suprimir esa señal de alarma que, buscando anormalidades, genera extrañas sensaciones sensoriales, podremos saber si realmente, en un nuevo marco de sensibilidad normalizada, hay entonces algo raro en la piel.
Simulando que nada nos preocupa, actuando con ligereza, haciendo como si no pasara nada digno de mención, aunque no sea totalmente la verdad, no deja de producirse una calma impuesta. Con un poco de pericia y entrenamiento puede llegarse a suprimir la categoría de “importante'' que tiene la sensación y lograr así que las percepciones se amortigüen en su sordo estado secundario.
La atención burlada, porque podemos apostar descaradamente sobre lo que merece más la pena, priva de alimento a la hipersensibilidad, que en definitiva es sensibilidad aumentada por la misma atención espantada que le dirigíamos.
Un molesto dolor crónico nos puede desesperar, capturar constantemente nuestra atención con su angustiado grito que nos pide quejarnos, estudiar su anormal presencia, esperarlo, evaluar su crecimiento. Y en la medida que se convierte en foco principal de interés nos regala con sus mejores galas de desagradable impertinencia.
En contraste con una ola de dolor que nos aturde, irrita y desorganiza, la actitud estoica de sobrepasarlo, de hacernos los despistados, de desoírlo para agarrarnos a pasiones vitales que se resisten a hundirse en un segundo plano, logramos con ello, más que anular su existencia, el que, al no rebelarnos, al no luchar, al aceptarlo y convivir con él sin rechistar, simplemente dejamos de percibirlo con intensidad desquiciada.
En ocasiones los padres inducen a sentir espantadamente a los niños que tienen una pequeña herida, un roce, una pequeña molestia. Por su desmedido amor y protección van raudos al cuidado, dando una importancia al dolor deducida por el niño a través de la misma diligencia y aspavientos (“A ver, a ver... huy, pobrecito!, qué herida se ha hecho... sopla para que el mal se vaya..'') con el que es atendido. Esto es un ejemplo de cómo luego ese niño, de adulto, puede ser hipersensible al dolor, por el arte de magnificarlo por su exceso de pusilánime preocupación.
Las mismas manifestaciones físicas de la ansiedad pueden ser vistas como algo amenazante por sí mismo: la opresión en el pecho, la sensación de ahogo, un bolo en la garganta que parece impedir el paso a los alimentos, el calor, el sudor, el temblor, el vértigo. Todo el conjunto de sensaciones que produce una activación angustiosa de cierto relieve, y que en circunstancias en las que estuviéramos absortos por desentrañar un peligro externo justificado (nos asaltan, se rompe algo repentinamente, subimos a una atracción impactante de feria) ni siquiera prestaríamos mientes, en cambio, cuando nos parece que la angustia no debería aparecer o no entendemos porqué estamos angustiados, entonces parece que la física de lo que sentimos sea el único problema en el que podemos pensar.
Esas sensaciones parecen increíblemente extrañas y amenazantes, quizás anuncio de desmayo, muerte o locura. Y en la medida que su permanencia nos devora más las miramos con lupa, agrandándolas en lo posible para su estudio, para iluminar su naturaleza y su curso.
Como quiera que la misma observación aterrorizada las contiene, las aumenta y las enrarece más aún si cabe, no encontramos nada que nos permita tranquilizarnos, justificando con ello que permanezcamos impotentes, pasmados, agarrotados, esperando lo peor.
Si algo nos saca de este lamentable estado (nos llevan a un servicio de urgencias, nos entretienen o nos distraen) al estar por otra labor, salimos donde permanecíamos pegados, pero no fijados a una opresión imposible de vencer, sino paralizados por nuestro propio abandono, por nuestra sensación de imposibilidad.
Un dolor de cabeza comienza. ¿Prestamos atención a esa evidencia de malestar? ¿Deducimos que debemos tomar medidas? Puede que no, que nos parezca más importante permanecer en lo que nos está produciendo el dolor de cabeza, pensando que es poca cosa, que podemos aguantar más, hasta que nuestro error de cálculo nos demuestra que ya es tarde. En este caso nuestra actitud esta impidiendo solucionar un malestar que podría subsanarse, y el resultado final parece ser que sufrimos algo de forma totalmente pasiva e inocente, en vez de vernos parcialmente involucrados.
La hipersensibilidad es la manera exagerada de experimentar una sensibilidad excitada, irritada, forzada. También podríamos ser más astutos y antes de que vaya a más hacerla de menos no prestándole demasiada preocupación, tranquilizándonos, tocando aquellos resortes que cambian nuestro momento, haciendo en lo posible una cosa agradable que nos alivie.
Los estados de nerviosismo producen también una propensión general a la sensibilidad irritativa, y paralelamente la capacidad amortiguada de captar sensaciones placenteras (se disfruta mucho menos estando angustiados). El ruido se vuelve mucho más molesto que de costumbre, los esfuerzos y frustraciones producen enfado, nos fijamos más en una cagadita de perro que un ciudadano desatento he dejado abandonada, o en las pequeñas injusticias con las que nuestra vida diaria se teje con tupida urdiembre y que de pronto se nos antojan imperdonables. Las pequeñas heridas o molestias, los golpes y torpezas -la ansiedad tiene el dudoso mérito de propiciar los unos y las otras, volviéndonos más desorganizados y proclives a los errores-, los malos olores y los sabores desagradables con los que nos sorprenden algunos alimentos aparentes, todo el contacto con el mundo externo parece desquiciado y hostil.
Se favorece de esa forma una respuesta de rebelión airada, una sensación penosa de estar injustamente heridos, una protesta sorda (a veces no tanto, si nos damos licencias de explayarnos con un golpe de puño en la mesa, tirando algún que otro enser renunciable, cuando no pellizcándonos, dándonos tortazos o cabezazos en la pared), una amarga decepción de ser maltratados por los acontecimientos adversos. La queja, la protesta afilan el bisturí de la sensibilidad que corta y hiere más todavía, siendo otra forma de curarnos con la hiel que nos empeora en vez de con la miel que nos endulza.
La ancestral receta búdica, “no pienses, no valores, déjate fluir'', parecería una buena receta en esta circunstancia. Mejorar no empeorando, aceptando la angustia y dejándola pasar con la indiferencia que vemos pasar un paisaje, haciendo el papel de espectadores distantes y desapegados. Un buen faquir así actuaría. ¿Una cama de clavos?, ¡qué más da!, un camino con carbón ardiente, ¡qué hermoso paisaje imagino! De forma similar aceptarse con ansiedad, es dejarse estar inquieto sin fijarnos en la incomodidad, sino más bien anhelando un estar de otro modo, un saborear o anticipar como si estuviéramos ya en una situación mejorada, y dejarse pasear forzando un paso suave en medio de la prisa y la tormenta.
Hay que reconocer que la solución búdica requiere importantes cualidades espirituales, una notable capacidad de que las ideas nos influyan, nos aclaren y nos resitúen. Pero para las personas poco intelectuales esta solución es demasiado complicada, y se adaptan mejor a la cura por la acción. Una manera de actuar nos calma y nos reconcilia con la vida. Entonces hacemos algunas cosas que sabemos que nos sentarán bien (siempre que no entren en el capítulo de respuestas contraproducentes por sus efectos secundarios), leer aquel libro que nos transporta o que nos entusiasma, iniciar proyectos que abran esperanzas, buscando apoyos y alivios, yendo en pos del placer, aunque esté aguado y disminuido por la ansiedad, para que su memoria revivida los vuelva plenos y de nuevo eficaces.
Para que la música, la charla, la diversión sean frescos y limpios necesitamos perseverar e insistir, porque no funcionan igual cuando los buscamos heridos que sanos. En estado de salud se saborean y sientan bien al primer contacto, pero en estado de congoja, deshilvanados y aturdidos por el ruido de la angustia, nos cuesta concentrarnos, necesitamos ir por el camino algo atontados y embotados, perdiéndonos matices y cualidades, pero la paciente tolerancia con esa forma imperfecta de entrar en el placer tiene una recompensa de llegada. La cura de la angustia entonces es diferente del disfrute de estar sanados, pero nos aproxima, nos hace estar casi bien, casi relajados y no vamos a cogerle tirria al 'casi' siendo que casi todo es mucho mejor que casi nada.
En la evolución del ser humano hemos desarrollado la capacidad de modular y ampliar la respuesta emocional más instintiva tal como la podemos ver funcionar en otras especies animales. Buena parte de este control consiste en la capacidad del pensamiento de conocer, elaborar, calcular los estímulos emocionales básicos, creando sofisticadas relaciones entre la corteza superior del cerebro y la amígdala, donde se activan los esquemas más ásperos y elementales.
La capacidad de poner la emoción bajo el mando del pensamiento simbólico es lo que distingue una persona con gran cultura emocional de otra que por haberse desenvuelto en un ambiente degradado (ambientes desestructurados, familiares alcohólicos, violencia, abusos, etc.) no ha recibido una educación mínima, provocando con ello la aparición de comportamientos muy primitivos y problemáticos socialmente hablando (intolerancia, egoísmo, incapacidad de tolerar la frustración, violencia, etc.) lo que nos hace recordar que la cultura adquirida es un resultado entre la capacidad intelectual innata y un ambiente adecuado que la rellene de contenido y estimule en complejidad cualitativa.
La educación despierta y edifica las capacidades musicales, matemáticas, deportivas, literarias, pero también nos provee de un lenguaje para expresar los sentimientos que nos sirve para nombrarlos, matizarlos, diferenciarlos, comunicarlos, etc., favoreciendo con ello una modulación lo bastante fina como para permitirnos vivir en sociedad.
En el hogar tenemos la primera escuela de los sentimientos. Los adultos leen en nosotros como un libro abierto y van dictando sentencia: “el niño se ha enfadado...'', “mira cómo le gusta...'',''espérate un poco, no sean tan impaciente...''. Tienen interés en descubrirnos nuestro propio mundo interior como si fuera un exuberante jardín lleno de maravillas que nombrar.
Por su parte los niños están deseosos de ensayar lo que imitan y aprenden, experimentando con alegría los éxitos que va reportando la versión activa de lo averiguado pasivamente.
Todo este panorama natural de aprendizaje puede verse oscurecido porque los adultos no muestran particular interés en la vida emocional del niño, limitando las intervenciones a los cuidados, exigencias de higiene, estudio y comportamiento decorativo.
También, por el lado de los niños, pueden padecer de falta de confianza como para explorar sus sensaciones, pensando que no interesarán, que no tienen importancia o no merece la pena comentarlas, acostumbrándose a un silencioso vivir, sin ruido, sin necesidad de explayarse, sometiéndose caninamente a la rutina que se espera de ellos . Como que son tan buenos tampoco nadie se preocupa por ellos.
Podemos observar en distintos enfermos que padecen la enfermedad de hidrocefalia similares síntomas de desorientación. Pero, bajo una inspección más atenta, observaremos que la persona cultivada utilizará vocablos sueltos de cierto grado de refinamiento, su tono de voz será más conciliador y sosegado, y hasta lucirá educado sumergido dentro de su confusión. Por el contrario, las personas que antes de la enfermedad se mostraban más primitivas emitirán vocablos soeces y tendrán comportamientos desagradables. También encontraremos comportamientos agresivos en personas “oficialmente'' cultas, pero que, aun siendo especialistas competentes en un tema, bajo el punto de vista afectivo son tan analfabetos como el más basto.
Cuando la vida emocional se expresa con toda su crudeza, sin temperancia ni respeto por el prójimo y tan siguiera utilidad propia, hablamos de una persona impulsiva y primaria.
En el polo opuesto se encuentra la persona que reprime sus sentimientos, intentando desconectarse de su interior, persuadiéndose de que “no pasa nada'', haciendo como que no hay sentimiento que por, mucho que se sienta, merezca la pena ser contemplado (no debo estar triste, no debo angustiarme, ni sufrir, mi comportamiento siempre ha de ser impecable).
Este modelo es la forma espontánea con la cual muchos hombres pretenden resultar viriles, no llorando nunca, no siendo “débiles'', soportándolo todo con aúrea indiferencia. Está mordido, aguantado, un sentimiento que podría ser llamado, reconocido, escrito en un diario o comunicado a un amigo en un momento de efusión, pero que la persona no se permite, empeñado en su férrea disciplina.
El siguiente paso del alejamiento de lo emocional lo representa el que estemos ya tan alejados de lo que sentimos que ya no se reconoce como un contenido psíquico, sino más bien como una percepción de un proceso corporal extraño.
La vida de u n hipocondríaco diríase que aparece como normal, sin problemas ni grandes agobios o teniendo la persona total entereza, y todo iría de maravilla de no ser por la presencia de malestares físicos incomprensibles que nunca parecen encajar en los cuadros médicos oficiales. Las nauseas, los mareos, el vértigo, el aturdimiento, son tan evidentes que sería absurdo no pensar que obedecen a alguna misteriosa enfermedad, siendo que no se ve ni reconoce el poder la ansiedad como causa de los síntomas.
Mientras que una persona preparada para reconocer sus emociones podría poder fácilmente etiquetas al aburrimiento, a la soledad, a la falta de estímulos, carencias sexuales, falta de afecto, rencor o ambición frustrada, el hipocondríaco padece de una alextimia o incapacidad de encontrar el sentido de las emociones, sólo constata dolor de cabeza, de estómago, de las articulaciones, un extraño cansancio, molestias musculares misteriosas, sensaciones internas inquietantes, y todo ello le hace sospechar alguna enfermedad que coincidiera en algunos aspectos (aunque luego el médico encontrará más diferencias que similitudes).
La relación atormentada con el cuerpo delata la presencia oscura de lo que, al no poderse decir, elaborar o matizar, sólo obtiene atención en la superficie de la piel, en la contracción muscular, en espasmos sin sollozo, fruncido de cejas sin pensamiento, dolor sin herida que lo produzca.
Como quiera que lo que busca el hipocondríaco es en la dirección de la enfermedad, también se desconcierta al ver que nunca se resuelve el diagnóstico médico, ni ningún fármaco le cura de lo que no tiene.
Algunos médicos odian a esta clase de pacientes que parecen hacerles perder el tiempo y que constantemente cuestionan su profesionalidad. Pero el mensaje de “no tiene usted nada'' niega la existencia de lo que el hipocondríaco ve con la evidencia de sus sentidos, y le hace vacilar entre la idea de ser loco alucinando cosas que no existen y la idea de que tienen algo tan raro que los mismos médicos desconocen (algo que evoca la posibilidad de ser un “caso perdido''). El hipocondríaco se ve obligado a luchar contra corriente en pos de la dignidad de un estado verdadero de enfermo, pero esa verdad parece escurrirse constantemente, no proviene de las autoridades consagradas, ni de las experiencias de los seres queridos, ni aparece en las enciclopedias, ni se deduce fácilmente de las sesudas deducciones sobre el mapa de las molestias.
Esta situación cambia cuando encontramos por fin un trastorno verdadero, ¡la Hipocondriasis! Es un trastorno donde confluyen la dificultad de conectarse con la intimidad de lo sentido y pensado, señales psicosomáticas de un alto nivel de ansiedad, rumiaciones fantasiosas sobre cuadros patológicos, sensaciones de incomprensión y desprecio y la tentación contante de estar pendientes de nuestro propio cuerpo rebelde.
La psicoterapia intenta encontrar los caminos de la elaboración y descubrimiento de la vida emotiva, el reconocimiento de las necesidades no resueltas, el control de las ideas obsesivas y circulares sobre la enfermedad, los múltiples aspectos de los síntomas psicosomáticos, la adecuada gestión del ánimo y de la capacidad de goce de la persona.
Sabemos más de la rabia que del resto de emociones, así que nos servirá de guía para entender algunas dinámicas especiales de la angustia. Si estamos rabiosos podemos parar una rabia rebosante golpeando algo con fuerza. Descargamos. Pero descargar es atacar más bien que no hacer nada, cosa que paradójicamente más bien cargaría más la batería del odio.
La liberación de la rabia, lo que la satisface, es dirigirla hacia algo y producir ahí afuera un daño, (aunque también podemos incluir en el afuera el adentro del que nos desentendemos, como al pellizcarnos o darnos un tortazo a nosotros mismos u alguna otra forma aún más sofisticada de auto lesión).
La angustia también tiene ese mismo objetivo de expulsarse, pero ¿qué hacemos para desembarazarnos de ella? ¿apretar los músculos para desalojarla? ¿estirarnos de los pelos? ¿la descargamos angustiando a otros? o ¿la podemos chafar con otra cosa peor que pensamos que podría anularla? ¿Qué satisface, qué calma su ansia y anhelo?
La angustia, efectivamente, produce la fuerte sensación de estar perdidos, descarriados de nuestras expectativas, expuestos a un amenazante azar fuera de control, sin el sentido que procura estar en una dirección, orientados, fijados a la tierra por los amarres de las ilusiones (que son una especie de por-venir que se pueden aceptar sin la imposición de la realidad amorfa que todo lo confunde con su exceso de presencia.
Por consiguiente la cura de la angustia es tomar distancia, no estar pegados al sin sentido de unos acontecimientos que no nos dicen nada bueno, encontrar respuestas nuevas, una expectativa halagüeña, una ilusión que nos trasporte más allá de los gritos corpóreas que sólo nos, pasman provocando inhibición, pasividad, necesidad de aturdirnos obtusamente.
Llevados por la inseguridad y desconfianza en nuestra capacidad de ser aceptados tal como somos, podemos caer en la tentación de adornar aquí y allá nuestra historia y nuestras habilidades de forma que causemos una impresión favorable en las demás personas. Un ladrón podrá aseverar más robos de los que realmente ha hecho si tiene que presumir delante de los compañeros carcelarios, o se pueden haber realizado más proezas sexuales de las habidas entre un grupo de hombres que se retan en su capacidad viril, o una madre puede hacer que su hijo mejore las notas y apruebe cursos con fin de que aparezca como una madre exitosa con un hijo bien educado.
Mentir es un recurso fácil de valer sin tener que pasar por esfuerzos ni penurias, aunque el precio que se corre es la posibilidad de ser descubierto. En esto sucede algo similar a la persona que lanza rumores falsos para disminuir a las personas que envidia: puede ser descubierto y la conducta desvelada, ir en su contra desprestigiándolo ante a los que quería influir.
Mientras que la persona sincera no tiene que vigilar la versión que da de sus anécdotas y los episodios vividos, porque los transcribe al dictado de su memoria, en cambio el mentiroso debe controlar qué versión da de su historia, para que resulte coherente con la escuchada por cada persona ante la que ha presumido.
Cuanto más se cae en la tentación de mentir más difícil es controlar la abundante base de datos de las versiones dadas y más imposible resulta comentar, repetir o seguir con coherencia lo novelado, de forma que los detalles chirrían y de pronto un personaje famoso es novio de una prima mientras que antes lo era de una hermana, estuvimos dos años estudiando en el extranjero mientras que esos mismos años estudiamos un Master de prestigio en la localidad donde vivimos, conocemos a quien luego resulta que no nos conoce, etc. .
El hábito se mentir se puede transformar en un trastorno de la personalidad que podríamos llamar 'seudología fantástica' que es una compulsión a imaginar una vida, unos acontecimientos y una historia en base a causar una impresión de admiración en los espectadores.
Este afán por impresionar esta basado en la imperiosa necesidad de resultar valiosos e geniales por medios tramposos ya que por los naturales de la simpatía y ser espontáneos dudamos el poder conseguirlos.
Refleja, por un lado, la ambición de ser dignos de amor y "ojito derecho" de los demás como antes de ser destronamos por el proceso de maduración lo éramos de los padres; por otro lado, se pone de manifiesto nuestra profunda duda de no ser dignos en base a la distancia, la dureza, el aislamiento y la falta de adaptación que sufrimos, que asemejan pruebas de algún tipo de minusvalía.
El mentiroso fantasioso coge el atajo de robar atención y aprecio por la vía del fácil engaño (las palabras son cómodos sustitutos de los hechos) en vez de por su Ser-sincero, tal vez mucho mas modesto de lo que su ambición soporta.
No se conforma con ser una persona cualquiera -tal vez se vería a sí misma con excesivo desarraigo-, sino que desea ser siempre una personalidad de primera magnitud, de esas que los demás admiramos embelesados y envidiosos.
También mintiendo sobre lo que hacemos llevamos a cabo algo que proporciona un pequeño resto de placer que nos da una migaja de lo que nos gustaría. Imaginando que somos ricos, que seducimos a las personas más bellas, sentimos un gusto que el disgusto de ser sólo fantasías no acaba de eliminar y que puede convertirse en deleitoso manjar para satisfacer necesidades que esta forma engañosa nunca realmente será completa, pero que, a base de engaño tras engaño, fantasía tras fantasía nos hace sentir el sueño tan real que casi lo podemos creer.
Lo que nos gustaría hacer, lo que en ensueños nos prometemos, lo que según nuestros cálculos inflados seguramente nos pasará puede hacernos correr tanto en el tiempo que disfrutemos precipitadamente de lo que todavía no somos, y ello nos prepara mal para el naufragio de nuestras ilusiones durante el transcurso despiadado de la vida. Este tropiezo no le sucede a quien su mirada alcanza al escalón de arriba sólo cuando ha mirado bien que ha subido el actual.
El problema del pseudólogo es que para mentir tanto y que no se note ha de hacer lo mismo que un actor que representa un personaje y quiere resultar creíble: esforzarse tanto, como si uno fuera esa persona inventada, que realmente uno se confunda y olvide de quien es realmente.
El personaje suplanta al yo, con lo que su personalidad se instala en una base inauténtica muy peligrosa, porque los halagos, impresiones y valoraciones que arranque a los demás con sus tretas, en realidad nunca los podrá saborear, porque sabe que no están dirigidos al Yo autentico, sino al falso, con lo cual no logra sentir lo que le gustaría sentir: sus dobles vínculos impiden que los placeres le lleguen.
Como la sed de mérito nunca se sacia por este procedimiento cada vez está la persona más descarriada e insatisfecha y más encuentra motivos para curarse con la medicina que le agrava.
Lo que debe plantearse el mentiroso es su misterioso desánimo, la progresiva languidez que simular produce en él. Su afán de caer bien produce el efecto contrario de que los demás se decepcionen, se sientan despreciados y se disgusten, generando una profunda desconfianza muy difícil de superar (piénsese por ejemplo lo difícil que es olvidar que tu pareja te ha engañado, o te miente sistemáticamente).
La cura del mentiroso es sustituir la mentira por la búsqueda de la excelencia. Reconociendo su necesidad de brillo y atracción dedicarse con firmeza a mejorar sus méritos verdaderos (profesionales, de cultura, relaciones interesantes, etc.) con suficiente persistencia (porque si ha caído en la mentira es por impaciencia) y seguridad (garantizando con pruebas evidentes las suposiciones).
Jugar limpio, ser naturales, es el mejor camino para ser aceptados por los demás. Lo primero es que nos acepten aun siendo humildes y mediocres. Una vez conseguida esta aceptación básica entonces se pueden intentar el asalto al mérito, que ya no será un mérito agresivo (de esos que aunque la persona valga mucho nos da igual porque nos cae antipática) sino un afán de darnos más, de buscar una mayor cualidad, de jugar más fuerte, una activa entrega para participar, colaborar, sugerir y animar la vida familiar, los equipos de trabajo, los grupos de amigos o la excelencia profesional
El candor lo asociamos a un a persona bien predispuesta, sin cálculos, que no capta las dobles intenciones, que le cuesta entender que existe la mentira, el disimulo, la manipulación y el abuso. Está en un limbo, en estado de tierno brote al que aún no se exige nada y del que se acepta con complacencia su naturaleza dormida.
Ese estado de bondad inocente no es contemplado ni es fruto de un defecto, más al contrario, es alabado como corrección, puntual cumplimento de las normas y deseos de los demás.
Su asombro frente al mal le dificulta reaccionar, le impide descreer por lo que ven sus ojos, confiando que debe haber más allá, en el fondo, algo aceptable y sensato que explique el malentendido y que los malos en realidad son buenos disimulados.
Las voces potentes y asertivas le conmueven como un mandato al que se ha de someter por su propio reflejo de no provocar conflictos, de ser persona buena, santa y complaciente. En cambio, irritar y contradecir es algo para ella impensable, tormenta que todo lo desquiciaría.
Ha de ser constante merecedora de elogio: “¡qué buena es!'', “¡qué maravilla!''... y podríamos añadir nosotros, ¡cuanto les cuesta a los demás decirlo y corresponder!
Mientras la persona candorosa vive envuelta con el manto protector del circulo familiar, su generosidad, adaptabilidad y sensibilidad amorosa es fuente de gratificaciones y aunque se pueda abusar de ella no es mal vista por ser como es. Pero en cuando sus vínculos con el exterior se multiplican se trasforma en 'cándida', es burlada, maltratada y provoca la maldad morbosa de los sádicos (Los personajes 'víctimas' en las narraciones de Sade como Justine o Juliette provocan las peores torturas en la medida que poseen más candor de lo habitual, incluso lo conservan incólume tras sus repetitivas desgracias). La víctima que elige el sádico con predilección es aquella que intuye que sufre más por el mal, que le resulta inconcebible, que se pasma, paraliza y en su angustiosa incredulidad no se defiende.
El pudor es como un candor corporal, y la desnudez, los apetitos sexuales, y la mayoría de los goces que tienen un componente gustativo, oloroso o entrañan una función fisiológica son vistos como algo íntimo que no debe existir para nadie más, como si los demás no esperasen que tuviéramos cuerpo.
Es tanto el énfasis que se puede poner en la educación de los modales que como resultado del éxito formador creamos una persona excesivamente temerosa de unas voces internas -una conciencia hipercrítica- similares a las que en su día afeaban sus conductas (...no seas guarro, eso que haces es asqueroso, atufas a queso de cabrales, pareces un pordiosero, no seas grosero, malcriado ni parezcas un obseso sexual...). La posibilidad de que alguien pudiera juzgarnos en falta nos avergüenza como si estuviéramos siendo pillados en una mentira o llevásemos una mancha ostentosa.
El pudor nos conduce a resultar excesivamente comedidos, distantes, respetuosos y dificulta el contacto físico y emocional con las demás personas, con las cuales nos tendríamos que apretar la mano, abrazar, rozar, acariciar y mirarnos descaradamente para realmente compenetrarnos como humanos que somos (y no arcángeles o extraterrestres).
Además, los otros intuyen nuestra seriedad, antipatía o deseo de aislamiento, con lo cual no se animan a acercarse de una forma que supla nuestras carencias, espantados por la pasividad y el recelo que mostramos. Más que no vernos nos malinterpretan para la misma falta de señales que por cautela dejamos de producir. Nuestro comportamiento no resulta coherente con nuestro deseo.
Debemos a pesar de todo exponernos, intentar acercarnos a las situaciones sociales y amorosas porque la fuerza de nuestro instinto nos dice que hemos de ir hacia los demás para satisfacer nuestras necesidades más importantes, pero este acercamiento es furtivo, temeroso, no sabemos si estaremos a la altura de las circunstancias. Y es precisamente en ese instante en el que vemos que nos encuentran y nos miran, que experimentamos la vergüenza de aspirar a su beneplácito sin sentirnos aptos para ello. El rubor es una señal clamorosa que delata nuestra vergüenza, y que nos hace imposible disimular y pasar desapercibidos: creemos que el engaño está a la vista como una desagradable mentira que humilla nuestras pretensiones de normalidad.
El mismo hecho de estar avergonzados nos avergüenza como algo que no debería ser y que nos descalifica como personas débiles e inmaduras. En cambio, si no apareciera ese calor en la cara que nos enciende el farolillo rojo de ¡aviso!, no llamaríamos la atención y podríamos estar tranquilos como un ladrón que roba sabiendo que las cámaras de seguridad están apagadas. Estamos tan preocupados por eso que se escapa en nuestro rostro que el espanto de vernos perdidos desarrolla en nosotros la anticipación de toda clase de situaciones penosas que podrían sobrevenirnos con nuestra debilidad.
Estas escenas en las que enrojecemos imaginariamente nos debilitan aún más si cabe, acentuando la susceptibilidad al acercarnos a una situación real, teniendo miedo de que lo temido se realice. Contra más miedo tenemos más vergüenza podemos aportar por el hecho de sentir miedo. De hecho, el rubor patológico consiste en el arte de avergonzarse de tener inseguridad y vergüenza, y este arte consiste en aumentar, exacerbar el temor a base de evitar las situaciones, beber alcohol para tener valor, estar pendientes de nuestra cara, entrar en pánico al detectar la primara señal de acaloramiento, no mirar de frente, acortar las frases, no comprometerse con nada, vernos perdidos, sumergirnos en una pesadilla interior.
Es la conducta ineficaz, son las reacciones emocionales disparatadas las que vuelven el rubor algo aparentemente incontrolable, pero sin embargo producido por nuestra propia falta de puntería.
En cuanto suprimimos toda anticipación, optando por pasar el mal trago exclusivamente cuando toca, y dedicando el resto del tiempo a llevar a cabo actividades agradables, esta forma indirecta de animarnos nos hace disminuir el problema. Si además tenemos un buen enfoque en el momento real, respirando hondo, relajándonos, y sobre todo hablando como si no sucediera nada, intentando poner la atención fuera, en lo que se dice, en lo que se ve y oye, sólo entonces, dejando detener pose de víctima sorprendida en falta, actuando a pesar de todo, considerando más importante el hacer que concentrarse en lo que se siente. sólo entonces el rubor comienza a disminuir al ver que ya no nos avergonzamos de él.
El rubor es el lado fisiológico de la vergüenza, y lo que los humanos podemos controlar no es precisamente la reacción física sino lo que causa el temor. Es la autoobservación espantada, es sobrestimar lo que nos afea el sentimiento antes los juicios de los demás, es la autoexigencia poco benevolente con las debilidades, y es la cobardía de no exponerse en lo que consiste esa causa de nuestros males. En contraste con ello, el expresarnos tolerando la vergüenza como asunto decorativo menor, hablando con mas ampulosidad, extensión y voluntad de implicación, preocupándonos más por el mundo que por la apariencia de nuestra cara, y decidiéndonos de una vez por todas a ser nosotros mismos tal como somos, es entonces cuando nos curamos de lo que nos debilita: el ser aguados, desleídos, sombras formales, temerosos del resultado de aparecer siendo imperfectos y únicos.
No ser competentes, guapos, simpáticos contadores de chistes, hábiles relaciones públicas y eficaces cumplidores, perfectos seductores y teniendo aplastante seguridad en nosotros mismos no es un delito imperdonable: más bien los demás, en vez de sentir religiosa admiración y de distanciarse como frente a santones a los que se reverencia, se sentirán cómodos y nos aceptarán más como amigos que como guías espirituales.
Las personas que no se vinculan con el exclusivo afán de medrar, presumir y obtener alguna clase de beneficio egocéntrico, lo que realmente prefieren para la amistad es la sencillez, y están predispuestos a aceptarnos en nuestra peculiaridad sin excesivas exigencias, bastando para ello la simple voluntad de participar, el aportar nuestra vida al vínculo.
Si en vez de afanarnos para resultar competentes y sin mácula nos preocupáramos de disfrutar descaradamente tampoco entonces nos preocuparía la cara que ponemos, que sería como un vidrio transparente a cuyo través miramos el mundo externo al que apuntamos.
En estado de estrés somos muy proclives a actuar estresadamente incluso cuando pretendemos llevar a cabo actividades relajantes. Este es un peligro que hemos de tener muy en cuenta antes de explorar las ideas para mejorar nuestro estado psicofísico. La idea de hacer ejercicio, dormir, salir, puede fácilmente transformarse en una manera de sufrir que tenga efectos contraproducentes porque nos alteremos con las prisas de ir al gimnasio, el dinero que gastamos o el rendimiento que esperamos y que se resiste.
Las medidas a tomar han de hacerse de una cierta manera equilibrada. Igual que unos antibióticos tomados con exceso o con interrupciones pueden producir en las cepas una mutación genética resistente al antibiótico, unas actividades mal diseñadas, poco sistemáticas o vividas con agobio pueden ser causa de tener que desechar soluciones que hubieran podido ser válidas bajo otras condiciones.
La ansiedad, cuando estamos haciendo un balance de nuestro estado, es un resultado que contemplamos con la finalidad de enmendarnos, de hacer correcciones sensatas, en cambio, cuando actúa en la sombra, nos susurra sugerencias que le interesan para perpetuarse. Por esta razón nos conviene una estrategia similar a la del ajedrez, en la que suponemos que el contrario puede adivinar nuestras intenciones y salirnos al quite con una jugada. El estado de ánimo que tenemos estando ansiosos cobra una cierta autonomía, como si quisiera ser lo importante y lo que ha de mantenerse por encima de las demás emociones. Nos enreda en su tela de araña haciendo que constantemente actuemos bajo su dictado tiránico.
Si estamos dando un paseo relajante hay una manera en la cual la angustia nos pide caminar (a su conveniencia): a paso rápido, rígidos, sin mirar en nada, medio mareados, desconectándonos del placer de caminar para estar absortos en algún tipo de preocupación existencial, escuchando los ruidos desagradables que sobrevengan, cambiando de ritmo cada dos por tres, todo ello con la perversa intención de que el agradable paseo no asesine su ansia de poder.
Este es el error que con frecuencia cometemos: creer que somos uno en vez de dos personalidades distintas, con intereses contrapuestos. Lo que pensamos y sentimos estando ansiosos, tristes y enfadados, busca ser un referente, un personaje, un Yo, no se conforma con ser una parte.
Por esta razón hemos de combatir el ansia de ascenso de la ansiedad con una especie de ballet de circunstancias que la diluya. La armonía del movimiento, aquel que justo es el que nos dulcifica, andando al paso que sentimos paz, con los movimientos y mirada que nos descomprime y dilata, al ritmo que se muestra eficaz, con el dejar que el pensamiento discurra por caminos del pensar e imaginar serenos.
Como quiera que los humanos no somos dioses perfectos, hasta a la mejor persona se le escapa un poco de abuso aquí, una injusticia o grosería allá, como si fuésemos viviendo tirando el suave, transparente, pero existente polvo del mal a nuestro alrededor.
Cuando nos ocupamos de un amigo nos desocupamos de otro, cuando estamos irritados, alguien que pasa por ahí se vez perjudicado por nuestro malhumor. Y sí, ciertamente sería loable ser más contenidos, más perfectos, pero eso un ideal y no una realidad.
La persona que tiene esta voluntariosa vocación constata, decepcionada, que contra más delicada se vuelva, más le molestan los que se rezagan y no dedican suficiente empeño en su educación.
Es difícil aislarse del trato social grosero, procurando rodearse de lo más exquisito, recorriendo las calles adecuadas, el círculo de amistades convenientes, los lugares oportunos, porque siempre acabamos tropezando con alguien que nos pisa, desprecia o maltrata. No podemos limpiar el mundo de todo lo indeseable y por eso, constantemente, convivir nos ensucia y nos hiere.
Si miramos de cerca en qué consiste este sufrir por el contacto con los comportamientos injustos y desagradables de los demás, observaremos que el angustioso se caracteriza por vivir permanentemente escandalizado, mientras que el sosegado, en contraste, actúa y logra corregir con relativa ligereza los distintos desaguisados.
Escandalizarse es un sufrir por lo que debería haber sido y no es, por constatar y dibujar lo injusto que es (porqué razón, en qué proporción, con qué agravantes). Tal vez pensamos ingenuamente que sufriendo los demás se sentirán conmovidos, arrepentidos y deseosos de una reparación... y como no lo hacen sufrimos aún más, desesperando por no desesperar de la espera.
Es como si nos volviéramos niños que para merecer atención tuviésemos que demostrar que nos sentimos mal y entonces, una vez poseedores de una buena herida, de una fiebre lo bastante alta o de un dolor lo bastante intenso, somos lo bastante dignos para que los demás salgan de su enfrascamiento de unas actividades de las nunca los arrancábamos estando bien. Hacer el bien se recompensa en los cielos, no tiene tanto valor como sentirse molestados con, ¡oh horror!, un sufrimiento conmovedor.
La persona que es fácilmente herible se siente defraudada, engañada, porque espera un trato exquisito, unas determinadas palabras, una importancia, una delicadeza y generosidad acordes al esfuerzo -o más bien cabría decir voluntad de acogimiento- que esgrime como intento de que los demás se plieguen, no juzgando con la limpieza y firmeza de la competencia, de las armas de la seducción y del procurar, sino con la piedad.
Y siempre acaba fallando algo, por lo que va de disgusto en disgusto, de desilusión en abismal decepción, recorriendo todas las cuentas del rosario de las frases duras, los ingratos comportamientos, las puñaladas traperas.
El sufridor se convence de tener mala suerte, o mira con asombro la aparente calidez, cordialidad y respeto con los que se tratan los otros: encuentra un agravio más a añadir a la lista negra de la cósmica desproporción de las cosas.
El sufridor empedernido, constantemente herido y disgustado, podría considerar lo siguiente: ¿no sería mejor que en vez de aguantar las impertinencias de los demás se volviera hábil para saberse defender y arreglarlo con una sana discusión en la que muestre qué es lo que no ve el descuidado o de qué manera podría proceder para satisfacción de las partes o si es necesario le riña, proteste, reivindique, luche o haga firmes transacciones para conseguir respecto? ¿Y no resultaría encantador que los demás, en vez de ser castigados con el látigo de su indiferencia y condena, se portaran bien porque disfrutaran de su desparpajo y naturalidad, y acudieran como abejas en pos de la miel atraídos por su goce contagioso? ¿No se los ganaría expresando, participando, existiendo a su vista con atrevimiento y osadía? Estas son, por cierto, las armas de las personas armoniosas y que admiramos por su carisma, empatía y capacidad de seducción.